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enero 27, 2011

Boyacá, semblanza de un territorio de vocación y cultura Campesina


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Foto: Archivo, Ismael Paredes, panorámica límites municipio Jericó- La Uvita

En la siguiente crónica un periodista de Todos Atierra describe cómo el territorio boyacense nos enraíza a sus entrañas, nos arraiga a sus peñas, bosques, a su brisa, silencio y esperanza; allí campo y campesino conviven y forjan la paz que otros destruyen con violencia.

En recorrido por tres municipios, La Uvita, Cheva y Jericó, recrea las tradiciones populares de la cultura campesina y sus mágicas regiones como la Cuenca del Chicamocha y la Cordillera Oriental que aún conservan su memoria ancestral, pero sus formas de vida se debaten en tradición y extinción, esta última propiciada por la minería de carbón que destruye la naturaleza, el territorio y la cultura; desintegra familias y comunidades.

Por: Ismael Paredes Paredes, 
Boyacá tierra de paz y cosechas; el campesino obtiene de ti exquisitos frutos con fuerza, con amor inocente y mágico, con entrega y trabajo. Por ti daría, oh tierra mi vida y mi corazón entero o en pedazos si es preciso. Allí nací y viví mi infancia entre sueños y fantasías. Durante los días que me reuní, con mi gente, para pasar el año nuevo, sentí el encanto de sus montañas y pastos, la nostalgia de nuestros viejos que mueren poco a poco y llevan a la tumba un cúmulo de sabiduría que los jóvenes olvidan. Sentí la inocencia y el amor de sus hermosas mujeres. Oh Boyacá, tierra amada, como Colombia y América, que  reconfortas a quien te ama y mata a quien te hiere, en ti hallé la paz y la dicha de ser tu hijo.
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Plaza de mercado Jericó
Vivo en Bogotá hace 10 años, salí de mi Boyacá querida a los 14, y unos años estuve en otras regiones, mis padres murieron siendo niño, pero me acompañan siempre… soñé y fui soñador muchos años; labré, sembré y amo mi tierra, la cual me dio todo: vida, paz, esperanza, amor y desengaño, placeres, fracaso y gloria, frutos también me dio la Madre Tierra a cambio de labrarla, sembrarla y amarla…
Antes de viajar el 23 de diciembre sentí que me asfixiaba en Bogotá por el estrés y agotamiento de una ciudad llena de gloria e infierno, lujo y miseria, apariencias y engaños, odios y alegrías, virtudes y placeres… Viaje 12 horas, no lleve audífonos como hago en Bogotá, ni prensa, nada de porquería que los medios de comunicación comercial embuten. Pedí y obtuve la bendición de mis viejos, de la vida y mi Tierra. Encontré la paz, me sumergí en tu silencio…

Llegué a Cusagüi, corregimiento del municipio La Uvita (margen derecho vía Soata- El Cocuy, norte del departamento) el viernes 24 al alba… Allí viven mi hermano, su familia y mi madrina. Mis sobrinos son sencillos, trabajadores, y como yo, soñadores. Mis sobrinas son la inocencia y ternura en pleno: abrazos, confianza, amor, sonrisa y comprensión, llenas de vida y esperanza.
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El Autor de esta crónica y su familia

Había Ferias y Fiestas, pero antes de disfrutar del jolgorio la comida en casa -restaurante- de doña Luz, un mute magnifico, al mediodía, por cortesía suya, mondongo y chivo asado exquisito. Mientras comíamos con mi familia y la señora del restaurante hablamos de la vida en la aldea de una sola cuadra, pero de amplio margen rural: el invierno, el trabajo, la gente, el comercio, los cultivos, los animales, la tierra, la riqueza y pobreza. Con mis sobrinos, sobrinas y sus bellas amigas, una, especialmente hermosa y querida pasamos el resto de tarde y noche… Con los campesinos compartí sus esperanzas y nostalgias, su cariño y sencillez.
Vinieron, luego espectáculos de fiestas: concurso de belleza; siete reinas: “Mis Senos”, “Angelina Jolie”, “Mis Rubia”… hombres disfrazados de reinas, con su edecán. Luego el desfile de matachines, popular tradición que recoge el jolgorio boyacense: la vaca, el chivo, el diablo, la muerte, las osas, el negrito; todo organizado por la Junta de Acción Comunal de Cusagüi, cuyos dirigentes ofrecían aguardiente líder -“de la tierrita”- y pola. Luego parranda hasta la madrugada,

La casa de mi familia queda a media hora en sector rural. El sábado y parte del domingo recorrí los sitios más queridos: cerros, pastizales y bosques, montañas que acarician con su encanto y brisa, visite algunas familias donde nos ofrecían comida: gallina, leche, huevos, queso, hortalizas y verduras…
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Me sumergí una y mil veces en el excelso paisaje: cerros, pastos y montañas, en cuyo fondo se observa soporífero y terso el río Chicamocha; guarde celoso en mi memoria este gran momento de dicha y embrujo: la brisa pura, penetrante, fantástica, el tiempo se detuvo y mi agitado espíritu también para contemplar el encanto de la vida, el reencuentro con la naturaleza y mis raíces, con los principios de amor por la tierra que me infundieron mis viejos. Suspiré, lloré, me regocije en la entraña de estos árboles, el susurro del aire y el silencio profundo de la Naturaleza, me llene de paz, de esperanza, ¡nada tan cerca de su poder, su sencillez, su fuerza, su fascinación y vida!…

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El domingo a mediodía fuimos al caserío a ver la cabalgata donde corceles y jinetes hicieron gala de un icono boyacense: el caballo, su clase y utilidad; no podía concebirse la vida y la cotidianidad en esta ruda tierra sin estos ejemplares, para montar y para la carga. Hubo exposición, apuestas y premiación para los 40 ejemplares, entre ellos un burro…

Nuevamente la exquisita comida de doña Luz, acompañada de cerveza; con los campesinos hablamos del pueblo y la vida en él, nada fácil, pero grata: las soledades, el abandono administrativo, los curas y pastores piden más que un “pecador” agobiado que reclama indulgencia. Con trabajo, dedicación y amor los campesinos arrancan a la tierra bellos animales, prodigiosos frutos y virtuosos hogares.

Por la noche la despedida, sabios concejos de madrina, el adiós de la mujer querida. El lunes al alba  viajamos a Jericó cruzando el municipio de Chita (territorio de prodigiosos cultivos: breva, maíz, trigo, páramos, pastizales y bosques…) íbamos un sobrino, una sobrinita y la abuelita de ellos, una anciana sabia y querida que me ofrecía cerveza en cada pueblo y me decía que tan pronto llegáramos de viaje me esperaba en su casa “pa ofrecerle alguito”. Me quede día y medio en Cheva, corregimiento del municipio de Jericó, anclado en el piedemonte de la Cordillera Oriental, cuyo máximo emblema es el Águila y las mujeres bellas.

En Cheva visite un concejal del municipio para hablar de paz, de familia y de la minería de Carbón que está acabando la cultura campesina, las tierras fértiles y la paz -hace menos de dos meses una anciana de 75 años fue asesinada de manera miserable por causas relacionadas con la explotación, de carbón, según varios habitantes de la zona. Vivía en una finca rica en el mineral negro-. En este caserío de importante  patrimonio cultural también hubo tomata de cerveza, comida y regocijo.

Cheva un campo fértil de vida, cultivos de alfalfa, añoranzas y bellísimas mujeres fue cuna de nuestros ancestros los indios Laches, vilmente exterminados por los españoles. Esa misma noche los “patrones”, contratistas, de las Minas, “benefactores del progreso”, según el alcalde de Chita, ofrecían una pomposa fiesta de des-“integración”. La versión del alcalde de Chita, es verdad, “los patrones” han enriquecido sus arcas con lujosas camionetas de hasta 80 millones de pesos, portentosas fincas y casas, mientras la gente de la región vive sumida en la pobreza, ignorando el acabose de sus tierras fértiles, ni siquiera las regalías se invierten en las comunidades, lo que llegó fue la desintegración familiar y sociocultural, las amenazas a quienes reclaman sus derechos y, como dijimos, la violencia.

La fiesta la ofrecía una familia minera tradicional del municipio, los hermanos Avendaño, Abraham y Arsenio, que para unos son generosos, para otros como la Vereda de Tintoba Chiquito fue la maldición su presencia, está ocasionando más pobreza; casi la gente no cultiva por trabajar en minas; hasta el cura del pueblo lo dice: “es vergüenza que esta vereda sobre minas de oro, sea la más pobre y olvidada”. Oro negro, que sacan a vender a precios elevadísimos, mientras la gente, su cultura y la vereda se acaban…
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Tintoba Chiquito es mi tierra, mi hogar, allí nacieron, se marchitaron y nuevamente crecieron mis sueños y esperanzas. Es la vereda más abandonada de Jericó, rota por todo lado por la minería, sin beneficio alguno para la comunidad; los muchachos se hunden en socavones y el alcohol, dos han quedado lisiados de por vida, no hay reforestación… un año antes en reportaje que escribí, publicado en el Tejido de Comunicación ACIN y el periódico Desde Abajo, el alcalde del municipio, Bayardo Arguello, aseguró que “este año”, 2010, el acueducto llegaría a Tintoba, ni llegó el acueducto, ni hay respuestas; pero las fuentes de agua, puras por esencia, unas se secaron, otras se contaminan, otras son “propiedad” de las minas y la tierra queda estéril cada día más…

Visité mi familiares: mis primos, el concejal y su esposa; hablamos de la vida e infancia, de la Cheva de ayer y la de hoy. De la ancestral pensamos recuperar su memoria histórica; caminos de herradura, donde los hombres llevamos productos del campo a vender y nos enamoramos de nuestras mujeres, donde se proyecta la esperanza de una tierra con justicia y oportunidades para todos, propósito por construir…

En Cheva hay sitios históricos, sagrados, piedras que contienen jeroglíficos y una laguna encantada con míticas leyendas; las administraciones han ignorado este patrimonio para la memoria del municipio, que ahora cambio de lema para rendir culto a la minería. En Cheva tuve ilusiones y una Esperanza, muchas esperanzas, una que fue mi novia de infancia, Esperanza, de ella perdí rastro y esperanza de encontrarla, pero perdura su recuerdo 15 años después…

En comunidad

El 28, a mediodía, llegue a mi casa en Tintoba Chiquito, mi familia me esperaba con cariño y afán, sólo cinco días para estar con ellos, éstos los tuve que dividir en: dos en la casa, uno para subir al pueblo, uno para compartir con la gente de mi vereda y otro para acompañar al entierro de un anciano de la vereda de 103 años de edad, quien murió de viejito. Los dos días que estuve en casa compartí intensamente el cariño, la comida y la paz: mis sobrinas tiernas y queridas, mis sobrinos cabales y sencillos con los cuales también recorrí la finca, la vereda y tomamos cerveza en Jericó.

Viví un momento de reencuentro grandioso y valioso con mi tierra y gente, compartí especialmente con los ancianos francos, cabales, dicharacheros y sabios que los quiero y me quieren, los admiró, respeto y los llevó prendidos en mi vida. Están las abuelas llenas de paz y vida que hacen el tinto y la comida más exquisita, con gran cariño te enraízan a esta tierra. Con mis amigos de infancia reunidos en comunidad, brindamos por la unidad y la amistad; viejos, niños y jóvenes comimos de la olla comunitaria, jugamos tejo, reímos y vimos con nostalgia el abandono de la vereda, la ventaja que nos cogió la explotación minera, que acaba el carbón, la esperanza y el agua…

Hablamos del terruño que nos une y nos enraíza el alma a sus entrañas, nos arraiga a sus peñas, bosques, a su brisa, silencio y esperanzas. Aquella tierra que sembré con tanto amor y anhelo hoy semi-destruida por minería que abre sus fauces para enredarnos en sus garras, y ¡que garras! que arrastra los derechos y dignidad de la gente, marchita las entrañas de la tierra, la esteriliza y destruye la cultura campesina…

El último día en Jericó recreé recuerdos amenos y otros ingratos del amor pletórico y la vida. Visite la tumba de mis viejos, con mucho amor recorrí sus campos de vida. Dos de mis amigas aunque golpeadas, un poco, por el tiempo me recordaron que el cariño y los amigos son perennes, pese a la distancia y los años. Cómo sentir tu mafia Oh mi Boyacá, tu corpiño me arrulló, me reconfortó y me devolvió la paz y esperanza, al sumergirme en ti, Madre Tierra…

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