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julio 26, 2020

la Historia de vida de Antonio

Por; Antonio Palechor Arevalo


El ruido del despertador interrumpió la tranquilidad de la madrugada y en seguida el gallo saratano entonó su canción que se escuchó alrededor de la vecindad. Don Antonio se incorporó de inmediato y trazó su cronograma de actividades del día. Colocó en la estufa una olla para el primer y único café del día y mientras tanto tomaba una ducha de agua tibia a la que por fuerza se había acostumbrado (antes se bañaba con agua fría).

Tomo un recipiente que llenó de maíz partido y alimento y pasó por el criadero de pollos para entregarles la primera ración del día repitiendo la acción con suficiente agua para luego alimentar los conejos, sin descuidar los patos que se están convirtiendo en adultos.

Repitió la faena de hace varios años que consistía en colocar en el maletero de su motocicleta un par de botas, ropa, recipientes para la comida y por si acaso “un san Francisco” como decía su padre, colocó una estopa de yute. Revisó el aire de las llantas, le colocó combustible al tanque, giró la llave de encendido y se preparó para el viaje.

Caía una leve llovizna de la que se protegió con un vestido plástico y salió con rumbo norte. La brisa no cesaba, el frio taladraba los huesos, pero la mirada al norte se mantenía. Iba despacio, no miraba a los lados, se apoyaba con el cambio de luces y las señales colocadas sobre el asfalto para mantener el recorrido sin inconveniente. Cuando pasaba por los sitios donde vendían café con pandebono, se hacía el desentendido porque quería mantener las medidas de bioseguridad entre las que estaba no consumir alimentos que no fuera en su casa o donde tuviera la seguridad de su adecuada preparación.


Así recorrió 80 kilómetros por la vía panamericana, luego se adentraría por una trocha sin afirmado donde recientemente había llovido. Esquivaba huecos, palos, charcos de lodo y se apoyaba con sus pies para evitar caer cuando el pequeño vehículo deslizaba y así llegó a su sitio de destino.

Hacía muchos meses que no veía tantas personas reunidas, claro que no pasaba de 30, todos ataviados con su tapabocas, un frasquito de alcohol y gel antibacterial. Trataba de conocerlos a todos porque la pandemia hace estragos en los ojos y en el físico de las personas. Ahí si tomó su café con hojaldras después de un plato de arroz con huevos pericos a la usanza tradicional. Mientras podía recorría la finca donde se encontraba. Detallaba las matas ornamentales, los árboles frutales, el musgo que descolgaba de las ramas y se alzó con unas papa cidras que sembraría en su parcela. En la tarde el encuentro en el que había participado terminó y debería recorrer el mismo kilometraje de regreso.

Repitió el ritual de la mañana, con un golpe de puños se despidió de sus amigos y partió.

Se reflejaba en el brillo de sus ojos la satisfacción de haber visitado ese lugar. En su mente decía que por un predio como ese habían luchado por casi cincuenta años hasta lograrlo. Ahí estaba el producto del sacrificio de muchísimas personas y hasta creía que tiene derecho a un centímetro, eso era solo un chiste cuando retornaba a la realidad y se decía que esperaba que las nuevas generaciones lo supieran agradecer.

Pero tenía otro motivo de alegría. Hacía más de un año que no hacía un recorrido de ese kilometraje, luego de un accidente y otra enfermedad que le sobrevino. En los últimos días solo había utilizado su moto para ir hasta la parcela a escasos tres kilómetros porque tenía que retomar la costumbre.

Esta vez había vuelto a estar entre los suyos, encuentros que siempre añoraba. Había desafiado el clima, se había enfrentado al aguacero, no había sucumbido a los antojos de la vía, vio la vida con otra cara. Pero lo más importante: había derrotado el miedo….